EL TANGO MACABRO ENTRE EL SABER Y EL SIMULACRO
Una opinión para escritores que prefieren el martini frio al café recalentado
Una tarde lluviosa siempre te empuja a buscar refugio en un café, de esos que aún huelen a lo que llamamos tiempo sedimentado. Con aroma a libros viejos y estilográficas que aún creen en el papel. Me senté en justo en la barra, esa que pervive de nostalgia, cafeína, y tiempo. Pedí lo de siempre. Mientras esperaba, mis ojos se posaron en un estudiante. Con una mano hojeaba un libro de Nietzsche —sí, el de las barbas y las verdades incómodas— y con la otra deslizaba el dedo por su teléfono, riéndose de memes que proclamaban la inutilidad de la filosofía. Era un retrato tan perfecto de nuestra era que casi me dieron ganas de aplaudir.
-"¿Qué lees?" le solté, más por curiosidad que por ganas de charlar.
-"Nietzsche," dijo sin despegar los ojos del libro. "Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral."
-"Interesante," respondí, inclinándome un poco. "¿Y esos memes?"
Se encogió de hombros como si le hubiera preguntado por el clima. "Cosas de internet. Dicen que la filosofía es una pérdida de tiempo."
¡Ahí lo tienen, damas y caballeros! El deseo insaciable del saber, danzando un tango irónico con el no saber, ahí entrelazados en un café devenido a tugurio de tres perras que se creía templo. Este joven no era una anomalía; era un espejo. Vivimos en una época donde el conocimiento es un trofeo para Instagram, pero rara vez algo que te tragas entero. Compramos libros para decorar estantes, seguimos cuentas de ciencia para sentirnos listos y pedimos transparencia mientras levantamos murallas de "mejor no saber".
Hace poco vi una placa en un museo que me dio escalofríos: "El arte no revela: protege de la verdad." ¡Joder! No le tememos a la oscuridad; nos caga de miedo la luz que nos muestra las grietas. Aristóteles dijo que todos deseamos saber, pero se olvidó del asterisco: también queremos la anestesia de la ignorancia. Es como tener una biblioteca infinita y elegir leer los tuits de un bot.
La ignorancia no es un hueco; es una fortaleza. Piense en la trapecista que salta sin mirar las estadísticas de muerte. No es idiotez, es pragmatismo puro. Pero en esta era digital, ese truco personal se volvió un pantano tóxico. Entra la inteligencia artificial, esa diva del engagement, que no genera conocimiento sino confeti para el ego. Textos vacíos, imágenes falsas, respuestas que te acarician los sesgos como si fueras un gato gordo. No es desinformación; es el hábitat perfecto para que nuestra pereza mental florezca.
La crisis no es que falte verdad, es que se nos estropeó el asombro. La IA convierte el saber en papilla predigerida, y las etiquetas de "verificado" son aspirinas para un cáncer que ya hizo metástasis. El problema real es esa alianza perversa entre nuestra sed de comodidad y la máquina que nos la sirve en bandeja.
Pero no todo es un funeral. Hay una salida, un plan B con acidez: la insurgencia intelectual. Desconfíe del eco algorítmico que le susurra lo que ya cree. Pregunte hasta que duela, busque fuentes que le raspen las certezas como lija gruesa. Convierta la crítica en una excavación del sentido, desentierre lo auténtico bajo el tsunami de estiércol prefabricado.
Aquí va el golpe de timón: abrace la incomodidad como estrategia. La trapecista sabe cuándo cerrar los ojos para saltar, pero no para vivir. Hay ignorancias que te salvan las nalgas, pero confundirlas con rendición es de cobardes. La sabiduría de verdad es saber cuándo mirar y cuándo no, sin entregarse al piloto automático.
El mundo no va a cambiar, pero tú y usted sí pueden. La próxima vez que el algoritmo le ofrezca ignorancia premium, recuerde: ese eco solo suena porque usted le dio la palmada inicial. Apague el ruido, encienda la duda. La civilización digital no se salva con más datos, sino con huevos para preguntar: ¿queremos saber de verdad o solo queremos tener razón?
Querido lector, sostenga mi martini que esto va del desear saber y la pretensión de dominar la ignorancia.
¡Cuidado con el falso radicalismo! El mayor encanto de la ignorancia hoy es pretender dominarla desde la arrogancia ilustrada. Hemos convertido el deseo de no saber en la última mercancía de lujo. La pregunta que define nuestro tiempo no es "¿cómo recuperar la verdad?", sino "¿estamos dispuestos a pagar el precio emocional de desearla?"
La verdadera rebelión no es desear saber. Es desear el desear saber, incluso cuando cada neurona grite por cerrar los ojos. El verdadero saber comienza cuando admitimos esto: queremos la verdad, pero le tenemos pavor. Queremos la luz, pero añoramos la penumbra donde nuestras estatuas no muestran grietas.
Mientras el 99% debate algoritmos, el 1% que lidera la cultura sabe: el enemigo no está en la máquina. Está en nuestro reflejo cuando apagamos la pantalla y seguimos temiendo a lo que Sócrates ofreció: la incomodidad sublime de solo saber que no se sabe.
¿Su movimiento? Deje de culpar a la tecnología. Mire ese deseo de cerrar los ojos cuando la verdad le quema. Y luego, ábralos más. Nietzsche lo vio venir: elegir no saber es humano, pero contener esa tentación, aunque duela, es lo más jodidamente divino que nos queda.
"Esa 'decisión eruptiva a favor de no saber' que Nietzsche vislumbró no es nuestro destino, sino nuestra tentación permanente. Elegir la erupción es humano.
Apague el algoritmo. Encienda la duda.
El mundo recalcitrante no cambiará... pero su lugar en él, sí.
Me encantaria poder tener un buen salón francés y un mueble bar irlandés para sentarme con usted y, medidos por un reloj de arena puesto en horizontal, discutir sobre cada pero a este texto. No sé si nos pondríamos de acuerdo, pero sería un disfrute
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