EL ÚLTIMO REFUGIO: CAFÉS, PALABRAS Y LA RESISTENCIA SILENCIOSA
Una opinión para escritores que prefieren el martini frio al café recalentado.
Ayer, en medio de una discusión con un funcionario de cultura mexicano sobre la putrefacción de los espacios públicos, emergió el recuerdo vívido de mi última visita en ese limbo entre la náusea intelectual y la frustración galopante, fui testigo de la autopsia de un concepto: el café. No es un deceso reciente, sino una putrefacción lenta y premeditada, ejecutada por sus propios herederos. La cafebrería, ese engendro conceptual que vomita libros y café con la misma desidia se me reveló como lo que realmente es: una cripta. Un camarero, con el rostro cincelado por la amargura de un sinfín de miserias existenciales, me arrojó un brebaje aguado, cuyo precio era un insulto a la decencia. Y allí, bajo la mirada espectral de un Sabines enmarcado —reducido a un adorno de pared, a un tótem kitsch para la legión de los desahuciados culturalmente—, la revelación golpeó como un puñetazo: la tertulia ha sido asesinada, y sus verdugos, con una obscenidad digna de mejor causa, nos cobran por el privilegio de contemplar el cadáver.
Nuestra tragedia, querido lector, no es la extinción de los cafés, sino la complicidad pusilánime de quienes, en un simulacro de duelo, abonamos la factura de nuestra propia ignominia. Si usted, de mirada incisiva y paladar exigente para el café, el té o cualquier espirituoso que le rescate de la mediocridad, aún no lo comprende, permítame descorrer el velo de esta farsa. Estos antros, que hoy se autoproclaman "templos literarios", no son sino burdas réplicas de parques temáticos, mancillados por las manos delicadas de arquitectos interioristas sin alma; impostados hasta la náusea, onerosos hasta la usura y habitados por una legión de zombis digitalizados. Stefan Zweig, con su pluma preclara, describió los cafés vieneses como "clubes democráticos". Hoy, son centros de detención voluntaria donde la única democracia es la tiranía del "me gusta", ese epítome de la vacuidad. Schopenhauer, ese viejo lobo de la filosofía, lo advirtió con la contundencia de un martillo: "el ruido es el aullido triunfal de la estupidez".
Y ahí estamos, cómplices. Priorizamos el wifi gratuito sobre la calidad de un espresso que debería ser una epifanía. Callamos, sumisos, ante la música invasiva, esa cacofonía que bien podría ser una técnica de tortura, justificándonos con el patético "total, llevo audífonos", cual prisioneros que costean sus propios grilletes. Aceptamos que una taza valga ocho dólares porque "es histórico", firmando así nuestra capitulación intelectual. ¿Intelectuales? No, apenas labriegos con un título de grado o un posgrado doctoral, arrastrando nuestras cadenas con la misma resignación con la que un buey ara la tierra. Los turistas no son los invasores; son nuestra coartada perfecta, el chivo expiatorio para nuestra propia abulia.
De pronto, en medio de ese zumbido electrónico que se confunde con la vida, ocurrió un milagro mínimo. Un hombre mayor en la mesa contigua levantó la vista de su libro físico —Los demonios de Dostoievski, un oxímoron en aquel circo digital— y me dirigió una sonrisa cómplice al ver mi cuaderno vacío.
—¿Bloqueo creativo o resistencia al ruido? —preguntó con una voz que cortó el murmullo ambiental como un bisturí afilado.
Le confesé mi fracaso. Él señaló su novela:
—A veces pienso que leemos en público para recordarnos que aún existen objetos que no demandan baterías.
Esa frase, tan simple como un golpe de realidad y sin la pátina de un algoritmo, fue mi epifanía. Lo que pasamos por alto es que la resistencia no reside en recobrar los cafés perdidos, sino en subvertir los presentes. No necesitamos réplicas atemporales; necesitamos gestos insurgentes.
La Gran Estafa de la Nostalgia Mercantilizada: El Opio del Siglo XXI
Vamos al fondo, sin rodeos, de este fraude descarado:
El Mercantilismo Necrófago: El Café París, el Café La Habana, el Café Tacuba… Son meras fachadas. Venden la sombra de los muertos ilustres mientras observan, con desdén, a cualquiera que ose portar un libro sin la ostentación de una tarjeta de crédito dorada. Es la mercantilización de la memoria, la profanación de altares que antaño fueron espacios de culto y ahora son escaparates para el consumo acrítico.
La Tecnología como Cómplice Silencioso: Esas pantallas que nos hipnotizan no son ventanas al mundo; se han convertido en las rejas de nuestra propia celda mental. El algoritmo nos adormece con dosis precisas de indignación prefabricada, mientras, inconscientes, robamos el silencio ajeno con nuestros podcasts egocéntricos. La hiperconexión devino en un aislamiento atroz, una soledad poblada por avatares.
El Suicidio Silente de las Palabras: ¿Sabe por qué hemos abandonado el debate apasionado, la confrontación de ideas que nutre el intelecto? Porque nos han vaciado el lenguaje. Hablamos en eslóganes, pensamos en X-tweets, en threads, en bluesky. Despojados de un vocabulario rico y preciso, solo nos queda el ruido inane y el gesto vacío. La semántica ha sido desahuciada por la tecnocracia, y con ella, la capacidad de pensamiento crítico.
Pregúntese, con esa rabia purificadora que le hierve en las venas: ¿Qué diablos hizo la última vez que un turista le invadió el espacio en el café que usted frecuenta, absorto en un selfie con el fantasma de algún grande de las letras y la cultura? ¿Protestó? ¿Exigió silencio? Nos quejamos del ruido, sí, pero somos su combustible, su matriz y su cómplice.
Querido lector, sostenga mi martini y olvide la nostalgia. Esto va del opio de los perdedores, y el arsenal para combatirlo:
I. Guerrilla Semiótica: Lleve Los Demonios de Dostoievski a la barra de un Starbucks. Subraye frases incendiarias con tinta roja. Cuando un influencer fotografíe su "Nitro Almondmilk Mocha y Breakfast Muffin", mírelo dejando que su desdén sea el más elocuente de los manifiestos. Que su indiferencia activa sea un acto de sabotaje.
II. Sabotaje Dialéctico: Al escuchar a un ejecutivo pontificar sobre el "mindfulness" mientras contamina acústicamente el ambiente, espétele, con una sonrisa que oculta una navaja: "Schopenhauer, sin duda, consideraría su ruido una confesión de vacío existencial". Observe cómo la impostura de su sonrisa de "coach" se transfigura en una mueca de indigestión, como si acabara de tragar un sapo.
III. Contraterrorismo Intelectual: Cuando le cobren ocho dólares por un café en un supuesto "templo literario atemporal e histórico", exija una factura detallada:
2 dólares por el café.
6 dólares por la prostitución de la memoria.
No acepte la farsa. Desnude la estafa.
Quizá la ira nos queda como única decencia posible. México, Chile, Colombia, Argentina: nuestros cafés fueron trincheras, no "selfiaderos". Mientras un barista con tatuajes del Che Guevara vende un "revolution latte" a esos etiquetados millennials y centennials wokes, y los posh post-yuppies* despreocupados miramos con ironía pidiendo métodos de extracción solo por el placer de joder, la verdadera rebeldía radicaría en emular a los independentistas y arrojar la máquina de espresso, con furia, al mar, como ellos arrojaron el té.
El último café no sucumbirá por falta de clientes. Morirá cuando el último de nosotros acepte trastocar una idea por un emoji, un pensamiento profundo por un simple "like". Zweig, en su lúcido desespero, se suicidó al presenciar el derrumbe de su mundo. Nosotros, más aletargados, celebramos el unboxing de la urna que contiene las cenizas de nuestra propia cultura.
¿Solución? Queme este ensayo. Úselo para encender su próximo cigarrillo o habano en la terraza de un café. Cuando un camarero le conmine a "no fumar", ofrézcale el texto. Si, en su obediencia ciega, llama a seguridad, grite conmigo, con toda la fuerza de sus pulmones y la indignación de su alma: ¡Viva la mala educación! ¡Abajo la servidumbre voluntaria!
Al irme, le llamé a mi mentora y amiga escritora para decirle: "El café sigue siendo posible. Pero exige un acto de desobediencia: tomar la palabra en lugar del móvil. ¿Quedamos mañana a romper el silencio?"
La verdadera colisión, la tertulia de ideas, no ocurrirá hasta que dejemos de ser turistas de nuestra propia intimidad. El café, como la escritura, es un verbo que exige conjugarnos en primera persona plural. Se conquista a golpe de ira bien argumentada, de réplica mordaz, de desafío frontal.
La próxima ronda no es de café: es de coraje.
¿Está dispuesto a pagar el precio de su propia liberación, o seguirá abonando la factura de su propia esclavitud disfrazada de modernidad?
Muy bien gracias 😊. Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?
Muchos lugares merecen ser recordados en toda su gloria. A unos cuantos hay que entregarlos a las nuevas generaciones o a los turistas.