EROSIÓN SILENCIOSA
Una opinión para escritores que prefieren el martini frío al café recalentado
Hace tres días, en un cóctel parlamentario —de esos donde abundan canapés insípidos y discursos más insípidos aún—, escuché a una senadora de la Comisión de Cultura proclamar, copa en mano y sonrisa institucional: "La democratización de la literatura es el gran logro de nuestro tiempo y nuestro gobierno ", “¡La democratización y la igualdad literaria se han erigido entre nosotros como un ídolo intocable!” La observé mientras el resto aplaudía, preguntándome si alguna vez habría leído algo más complejo que un folleto de gaceta parlamentaria. Captó mi atención con vehemencia porque esta supuesta victoria igualitaria encubre una realidad corrosiva: no toda puerta franqueada eleva, y no toda pluma merece tinta. Sentencia que mis tres mentoras me han reiterado en diferentes momentos ad nauseam.
Esa supuesta democratización literaria, es la mayor impostura cultural de nuestro tiempo: un caballo de Troya cargado no de guerreros aqueos, sino de mediocridad celebrada, algoritmos mercenarios y censuradores –censores- disfrazados de inclusivos. Una farsa monumental que ha convertido el noble arte de las letras en un parque temático donde cualquier garabato merece vitrina. No me malinterpreten. No añoro tiempos de privilegios aristocráticos ni defiendo torres de marfil. Pero entre el elitismo rancio y este carnaval donde cualquiera con un teléfono móvil se autoproclama escritor hay un término medio que hemos dinamitado alegremente.
En la actualidad, los analistas artísticos, expertos en política cultural y curadores, confinados en su burbuja de optimismo, exaltan la accesibilidad superficial como un logro supremo, sin percibir que esta fiebre incluyente ha desencadenado una trivialización masiva del arte literario. Lo que se pregona como avance democrático constituye, en esencia, una capitulación ante la superficialidad, el dominio algorítmico y una politización velada ante el ojo del poder. Arrojemos por el piso ese prosopón de la fantasía de un campo literario sin fronteras, abogando por una revolución que rescate la exigencia como acto de supervivencia.
Se ensalza la autoedición y las plataformas digitales como arietes contra las élites editoriales, pero el resultado es un cenagal de contenido que sepulta la excelencia bajo el peso de la abundancia. En los años 90, Gabriel Zaid lo vaticinó con precisión: "Si nuestra pasión por escribir se desmadra, en un futuro próximo habrá más gente escribiendo libros que leyéndolos". Profecía que hoy contemplamos materializada en cada rincón digital donde prolifera la escritura sin filtro ni criterio.
Los críticos, como los artífices de política cultural, ofuscados por su obsesión con la "inclusión", no vislumbraron el efecto perverso de cómo la proliferación textual no enriquece, sino que satura con vacuidad. La democratización mal entendida ha devenido en una inflación literaria donde el valor de la palabra se devalúa proporcionalmente al incremento de su oferta. Si algo aprendí desde mis inicios y mediante arduas lecciones en el universo de las letras, es que la literatura no constituye un terreno llano donde todo germina; es un crisol que exige destreza, y equiparar cada garabato a una obra maestra degrada su legado. Los diplomáticos culturales, con su retórica de "diversidad", ignoran deliberadamente que la verdadera pluralidad radica en la hondura, no en el volumen, y que la avalancha actual solo amplifica lo predecible, silenciando lo audaz.
Las plataformas digitales, tan ensalzadas por curadores y gestores de políticas culturales, distan de ser el Edén libertario que prometen. La República de las Letras ha devenido en una dictadura del dato, donde el valor se mide en X-retuits y no en ideas. Pero hay una tiranía más sutil aún: la censura invisible. Porque esta supuesta democratización ha parido un monstruo paradójico: una literatura amordazada por quienes dicen liberarla. El escritor contemporáneo es un gladiador en una arena donde el público no exige calidad sino conformidad ideológica. Un paso en falso —una palabra incorrecta, un personaje imperfecto, una idea incómoda— y las jaurías digitales aúllan pidiendo sangre. Los autores, atenazados por el miedo, practican una autocensura feroz que Torquemada envidiaría. ¿Resultado? Una literatura pasteurizada, predecible, inofensiva. Textos que no incomodan, no cuestionan, no transforman. Mera propaganda disfrazada de narrativa, tan revolucionaria como un folleto turístico y tan profunda como un eslogan publicitario.
Los algoritmos que las sustentan no veneran el arte, sino la atención efímera: priorizan lo que cautiva momentáneamente, no lo que perdura. Esta "democratización" constituye un señuelo, una meritocracia invertida donde la viralidad suplanta al mérito ¿Acaso no percibimos la ironía? En nombre de la libertad creativa, hemos entregado las llaves del reino literario a ecuaciones matemáticas que desconocen la belleza, la profundidad y la trascendencia. El algoritmo, ese nuevo Leviatán invisible, dicta qué merece ser leído no por su valor intrínseco, sino por su capacidad para generar clics, compartidos y reacciones efímeras.
Los expertos en diplomacia cultural enmudecen ante esta nueva servidumbre. La literatura, aprisionada en esta red, deja de ser un faro para convertirse en un eco de lo trivial, en un reflejo distorsionado de lo que el público supuestamente desea, según los oráculos digitales. En esta politización sutil, nadie denuncia cómo la "democratización" ha convertido a la literatura en rehén de agendas ideológicas. Los analistas, con su obsesión por la "representatividad", no advierten que la presión por alinearse con causas coyunturales no emana de un sujeto censurador visible, sino de una muchedumbre digital que estigmatiza la disidencia.
La verdadera censura del siglo XXI no proviene de decretos gubernamentales ni de índices prohibitorios, sino del temor a la cancelación, ese ostracismo moderno que condena al silencio a quien osa desafiar los dogmas imperantes ¿Es esto democratización o una nueva forma de tiranía, más insidiosa por cuanto se disfraza de progreso?
Los escritores, atenazados por el temor al ostracismo, se autocensuran, engendrando textos que adulan en lugar de cuestionar. Los gestores de políticas culturales, tan preocupados por la "corrección", no reconocen que este clima transforma la literatura en propaganda sutil, despojándola de su poder para incomodar y revelar. La ambigüedad, esencia del arte, sucumbe bajo este yugo invisible, poniendo la pluma al servicio de la tribu.
La cultura del aplauso fácil, que los curadores rehúyen desafiar, ha cercenado el discernimiento. Criticar se ha convertido en sinónimo de arrogancia, y la mediocridad se ensalza como "autenticidad". Esta aversión al rigor ha engendrado un páramo donde la literatura languidece, privada de la tensión que la afila.
¿Cuándo olvidamos que la crítica genuina constituye un acto de amor? Amar verdaderamente el arte implica exigirle su máxima expresión, no conformarse con sus balbuceos. El crítico auténtico no destruye; esculpe, eliminando lo superfluo para revelar la belleza latente. Sin embargo, hemos sustituido este cincel necesario por un aplauso indiscriminado que no distingue entre el diamante y el vidrio.
Los diplomáticos culturales, con su letanía de "accesibilidad", olvidan que el arte no es un bufé libre: exige esfuerzo, no condescendencia. Rebajar el listón no democratiza; empobrece. La verdadera democratización no debería devaluar la literatura, sino dotar a sus lectores de herramientas para escalar sus cumbres.
Los actores políticos y culturales deben comprender que la literatura no puede continuar siendo cautiva de esta farsa democratizadora. Los autores deben liberarse de las cadenas de la popularidad y abrazar la disciplina que el arte demanda. Los lectores, a su vez, han de rechazar lo predigerido y buscar lo que les desafíe.
Estimado lector, no olvidemos que la literatura posee una profunda capacidad para cuestionar las narrativas dominantes, develar contradicciones sociales y fomentar la conciencia crítica. Al presentar "mundos posibles" y facilitar un "encuentro con la alteridad", puede catalizar la transformación social. La capacidad indómita de la literatura para hacer emerger contradicciones y su potencial incisivo para despertar una conciencia crítica la convierten en un agente poderoso de cambio por sí misma.
Por su parte, los curadores y analistas de política cultural, lejos de ser animadores de la mediocridad, deben ejercer con un bisturí crítico, podando lo superfluo para que lo esencial florezca. La literatura no constituye un patio de recreo; es un santuario que requiere guardianes, no espectadores. Redefinir la llamada "democratización" significa apostar por un ecosistema donde la calidad impere, no donde la cantidad asfixie.
«El deterioro del lenguaje tiene causas políticas y consecuencias políticas.»
— George Orwell
Estimado lector, sostenga mi martini que esto va sobre "higiene literaria" y política. Porque no presenciamos un amanecer cultural, sino un crepúsculo donde la exigencia se negocia por aplausos efímeros. La ambigüedad moral, esa esencia del gran arte desde Shakespeare hasta Dostoievski, ha sido sacrificada en el altar de la corrección política. ¿Qué nos queda entonces? ¿Resignarnos a este páramo cultural donde la cantidad aplasta la calidad y el ruido ahoga la música? No, maldita sea. Nos queda resistir. Diplomáticos culturales y artífices de política cultural deben comprender: la democracia no tiene cabida en la literatura, porque esta no consiste en franquear la entrada a todos, sino en vedarla a quienes nada aportan. Al menos en los espacios donde se espera que prevalezca la excelencia.
No me malinterprete, estimado lector: quien desee escribir, que escriba. Nadie se lo impide. Pero que no aspire a recibir idéntico reconocimiento quien garabatea por impulso, moda, capricho o afán de notoriedad, creyendo hacerlo magistralmente, que quien ha convertido el lenguaje en una forma de arte y de exploración de la condición humana. Defender la literatura como lo que es: no un derecho universal, sino un oficio exigente; no un producto de consumo, sino un arte que requiere maestría. Nos queda exigir —a los autores, a los editores, a nosotros mismos como lectores— la excelencia que merecemos.
Porque amar verdaderamente la literatura no es aplaudir cualquier engendro con tapas, sino demandar textos que nos desafíen, nos transformen, nos eleven. La democratización literaria, tal como se nos impone, constituye un espejismo que premia lo insípido y penaliza lo sublime. Para salvaguardarla, requerimos un esfuerzo sostenido y consciente que asegure la calidad, la representación ética y la profundidad crítica. Pero también debemos desterrar la politización solapada y el temor a ejercer el juicio crítico.
La verdadera democratización no consiste en rebajar el listón para que todos lo salten, sino en construir escaleras para que todos puedan alcanzarlo. No en celebrar la mediocridad, sino en hacer accesible la excelencia. La literatura, querido lector, no es un campo de recreo: es un campo de batalla donde se libra, página a página, la guerra contra la estupidez y el olvido.
La literatura merece trascender el mero reflejo de nuestras bajezas; debe constituir un desafío a nuestras alturas ¡Joder! Que, en esa guerra, me temo, vamos perdiendo demasiadas batallas.
Que estas letras despierten a quienes aún creen en su poder transformador.
Creo que la democratización de la literatura, como se plantea o debería plantearse, no se avala por la cantidad de seguidores sino por la calidad de la pluma sin importar el grado de estudios o estatus social del escritor. Para mí, el hecho de que los artistas puedan forjarse a sí mismos sin la necesidad de gastar cuantiosas sumas de dinero o pertenecer a una familia prestigiosa es el verdadero exito de la democratización de la literatura y de cualquier arte en general.
No obstante, el problema, a mí parecer, no radica en la calidad y cantidad de escritores sino en la calidad y cantidad de lectores.
Hay muchísimo talento en los agujeros más recónditos del mundo, escritores, músicos y pintores que se han hecho a fuego y sin el respaldo de educación alguna y sí, también hay una gran masa de escritores mediocres que se contentan con escribir historias insultas repletas de diálogos sin sentido. Pero considero que la vara baja no está colocada ahí por estos últimos, sino por el público que la consume. ¿Tú que opinas?
Excelente artículo. Me encanta cómo abres la puerta a la reflexión y el pensamiento crítico.