La Hoguera de La Palabra y La Incomodidad del Presente
Una opinión para escritores que prefieren el martini frío al café recalentado
“Se diría, a juzgar por el ambiente enrarecido que hoy nos asfixia, como el oficio de la literatura transita hoy por un campo minado.” Lo escuché en voz de un reconocido crítico literario en una de sus cátedras. Me pregunto ¿Es acaso la palabra escrita un eco desganado de la corrección política, o persiste en ella la vieja estirpe de un faro incandescente, capaz de rasgar la negra noche de la polarización? No, no hablamos de la mera envoltura del texto, sino de su misma existencia, de ese aliento vital que se nos escapa en el estridente concierto desafinado del siglo XXI. La sensibilidad, esa divisa de curso legal en el bazar de las emociones contemporáneas, ha reducido a la literatura a una danza obscena entre el reflejo y la negociación de una realidad que se le escurre entre los dedos.
La literatura, antaño voz de las almas, libra hoy una batalla desigual. Por un lado, los algoritmos, esos demiurgos digitales creadores de burbujas de confirmación, condenándonos al eco de nuestra propia necedad. Más la ignominia no concluye ahí. Ha de batirse también contra una cultura que, en un alarde de hipocresía que clama al cielo, exige la empatía mientras vomita la ambigüedad, esa esencia misma de lo humano. En este escenario turbio, autoras como Svenja Flasspöhler, con su ensayo Sensible, nos arrojan a la sima de la reflexión sobre los límites de lo tolerable y la enmarañada madeja de la sensibilidad moderna.
Flasspöhler no se contenta con flagelar la hipersensibilidad, ¡no! La disecciona como un fenómeno cultural que desnuda las tensiones más recónditas entre el individuo y la sociedad. Nos habla de una "sensibilidad para la resonancia", un concepto que, escúchese bien, trasciende la mera conmoción sentimental. Se trata de una capacidad telúrica para anudar lazos con realidades distantes, incluso cuando estas nos arañen el alma o pongan en jaque nuestras convicciones más arraigadas. Esta visión, apenas musitada en los cenáculos del discurso público, es la llave maestra para desentrañar cómo la literatura puede, todavía, conservar su pertinencia en esta era de la desazón y la discordia.
Pero la realidad, terca y despiadada, nos arroja a la cara una paradoja mordaz: si la literatura anhela la resonancia, debe, por fuerza, abrazar la posibilidad de ser no resonante. Es decir, de no hallar eco en ciertos reductos del público. Esto, mi estimado lector, engendra un conflicto intestino que lacera la médula de la creación: ¿Debe la literatura, cual camaleón de feria, mutar su piel para ser escuchada, o mantener su voz prístina, aunque ello la condene al ostracismo? ¡Seamos serios! El verdadero poder de la literatura no estriba en su capacidad para adoctrinar ni para convencer, ¡eso es cosa de catecismos, manuales de autoayuda y copywriting!, sino en su habilidad para provocar reacciones –¡incluso aquellas que nos revuelven el estómago! – que nos empujen al pensamiento crítico, abriendo nuevas sendas en el laberinto de la mente.
Un ejemplo que ilustra con cruel lucidez lo anterior es el del lenguaje inclusivo en la educación. En ciertas universidades se afanan en emplear formas de habla que busquen la inclusión de todos, sin que parezca un acto político ¡Ni mucho menos! Este es un fenómeno que hunde sus raíces en las profundidades de nuestra neurología. El cerebro humano, ese órgano prodigioso, está cableado para detectar las diferencias, y cuando estas son deliberadamente invisibilizadas, surge un malestar inconsciente que nos taladra el subconsciente. Esta tensión visceral entre lo normativo y lo natural es lo que se denomina la violencia del disciplinamiento: una forma sutil, casi imperceptible, de imponer valores que, aunque revestidos de las más nobles intenciones, pueden generar una resistencia psicológica que germina en las entrañas mismas de nuestra psique. Ahora pregúntese, ¿y si la literatura, en su afán de no herir susceptibilidades, no estuviera cayendo en la misma trampa?
¡Por si nos faltara poesía!, nos asalta otro concepto tan sorprendente como demoledor: el de la resiliencia emocional. Ingenuo de mí, pensé que evocaba a Nietzsche, aquel titán que proclamaba "lo que no me mata, me hace más fuerte". Pero no. Aquí se postula que esta visión de la resiliencia es, en parte, una mera construcción social. No todos, ¡qué ingenuidad pensar lo contrario!, poseen la misma fortaleza para soportar el dolor, ni todas las sociedades, con su pléyade de valores y contravalores, enaltecen la misma forma de estoicismo.
¡Gran sorpresa enterarse que unos son más puñetas que otros!
Aquí, la literatura, en este crisol de contradicciones, no debe ser un mullido refugio de seguridad, sino un campo de batalla donde la fragilidad humana se explore sin el cobarde temor a la crítica astringente.
Este es el tuétano de la crisis que nos consume: la literatura se halla en un punto de inflexión. Por un lado, una demanda creciente de representación y justicia que grita a los cuatro vientos. Por el otro, el espectro de la ofensa, de la complejidad, de la diversidad, que se cierne como una amenaza. Esta contradicción, no puede ser disuelta con meras palabras, sino con acciones: con políticas culturales bien construidas, con políticas editoriales que, siembren la diversidad cultural; con educadores que, enseñen a leer con la empatía como brújula; con curadores que, cual orfebres de la cultura, valoren la diferencia, no la estéril uniformidad.
Sostenga mi martini, estimado lector, que aquí reside el peligro más insidioso: si la literatura se transmuta en un espacio aséptico de seguridad, donde todo es aceptable, entonces, ¡ay de nosotros!, pierde su razón de ser, su alma misma. La literatura no debe ser un edén donde nadie se sienta ofendido, sino un páramo donde todos puedan sentirse desafiados, donde la verdad no sea impuesta por decreto, sino que se busque, con denuedo, con humildad, en la colisión de las ideas y en una comunión de espíritus.
Para el año 2030 que se nos viene encima, la literatura no solo debe sobrevivir a la virulencia de la polarización, sino también redefinirse como un espacio sagrado y herético donde lo divergente pueda coexistir, donde la verdad no se imponga, sino que se descubra en un viaje compartido. Ese es el sendero hacia una literatura más rica, más libre, más profundamente humana.
Para ello, debemos, dejar de ver la polarización como un enemigo que nos acecha o como una envilecida arma política y, comenzar a percibirla como una oportunidad, un llamado urgente a reconstruir los puentes del diálogo, no desde la comodidad asfixiante, sino desde la complicidad más profunda. Porque la literatura, en su esencia más pura, no es un refugio; es, y siempre será, un puente. Más si ese puente se desmorona, no será por capricho del mundo, sino porque nosotros, con nuestra indolencia, no hemos estado dispuestos a construirlo.
¿Estamos, pues, condenados a la indolencia, o nos atreveremos a forjar esos puentes que nos unan en la complejidad y, en la a veces incómoda, belleza de nuestra humanidad?
Creo que la literatura del yo y la auto ficción se imponen como resistencia de lo humano a la tecnología, ahora veo muy problemático que este yo y esta ficción se construya con una lógica de corrección política, la contradicción es obvia. Hay una necesidad de mostrar la existencia de lo humano y corrompible pero se edulcorara con filtros de Instagram, diagnósticos de salud mental, identidades y citas de autoayuda sensibileras. Creo que lo único que nos va a diferenciar del lenguaje predictivo es lo impredecible e incierto del psiquismo humano y su mitología.