LA QUIEBRA DEL VERBO
Una opinión para escritores que prefieren el martini frío al café recalentado
Vivimos en una época de indigencia narrativa. En 2025, escribir una novela sin intervención algorítmica es tan subversivo como prender fuego a un servidor de Meta. El vacío que deja la ausencia de lo humano se traduce en un hambre clandestina. La paradoja es clara: cuanto más se automatiza la creación, más se anhela su imperfección. La palabra, antaño vehículo de sentido y comunidad, ha sido despojada de su aura, reducida a mera información, a datos efímeros que se consumen y desechan sin dejar huella. La narración, esa práctica ancestral que tejía los lazos sociales, vasos comunicantes y daba coherencia a la existencia, ha sido desplazada por la tiranía de la información. Pero la literatura no ha muerto: se ha convertido en un acto de insumisión. En un llamado a la insurrección contra la banalidad digital, una invitación a desenterrar la narración de entre los escombros de la era de la información.
Cuando el verbo se vende al diablo, la literatura ya no es un lujo; es un acto de supervivencia. Durante siglos, ha tejido el hilo que da sentido al caos, que nos ata a los otros, que nos arranca del presente para arrojarnos al pasado o al porvenir. Pero hoy, en esta era de la máquina omnipotente, ese hilo se deshilacha. La digitalización ha despedazado la experiencia humana en fragmentos miserables: un tuit, un reel, un note, un destello que se apaga antes de ser comprendido. El cerebro, ese órgano que evolucionó para narrar y conectar, se atrofia bajo el bombardeo de datos vacíos. La dopamina del scroll nos tiene babeando como perros pavlovianos, mientras la capacidad de imaginar se pudre en el olvido.
En Iberoamérica, el golpe es brutal. La narración, que forjó nuestras identidades en los fogones de la resistencia, se disuelve en la superficialidad de lo viral. Ya no contamos historias; regurgitamos contenidos. La tecnología nos ha robado el tiempo —ese lujo esencial para la literatura— y lo ha reemplazado por una urgencia estúpida que nos condena a la amnesia. ¿Dónde están las voces que narraron las batallas, la conquista, la independencia, las revoluciones, las tragedias y más? Ya te digo. Ahogadas en el ruido de una red que no distingue entre un poema y un anuncio de detergente para las nalgas.
Para más inri, está la traición del storytelling. Lo que pudo ser una resurrección de la narrativa se ha convertido en una farsa vil. Las historias ya no son nuestras; son del mercado. Se venden como mercancías baratas, diseñadas para engatusar, para exprimir emociones y bolsillos. En un continente donde la paparrucha y la posverdad son el pan de cada día, esta banalización es un ultraje. La literatura, que fue grito y consuelo, se ha reducido a un eslogan, a un post “sponsoreado” -patrocinado o pagado por, es anatema- . Nos han robado el alma, y en su lugar nos ofrecen placebos digitales.
¿Y qué hacemos, entonces? ¿Nos rendimos ante este muladar tecnológico? ¡Jamás! La creación literaria está en crisis, sí, pero la palabra es trinchera y en esa misma fractura yace su salvación. No se trata de lloriquear por los viejos tiempos; se trata de cortarle la cabeza a la bestia que nos devora. La literatura es resistencia pura. En un mundo que nos quiere fragmentados, narrar es un acto de desafío: es afirmar que aún existimos, que nuestra memoria no se negocia, que el futuro no es un algoritmo sino un horizonte por conquistar. En estas tierras marcadas por la sangre y la esperanza, la palabra ha sido siempre un refugio y un arma. Desde los códices hasta los corridos, hemos narrado para no desaparecer. Hoy, frente a la tiranía de lo efímero, debemos recuperar esa furia.
Debemos arrancarle las máscaras al storytelling comercial. Ese prosopón no es narrativa; es manipulación. La literatura verdadera no vende; libera. No adormece; despierta. Debemos volver a lo esencial: a la voz que cuenta sin pedir permiso, al relato que une en lugar de aislar. La oralidad, esa tradición que aún vibra en los mercados y las plazas de Iberoamérica, es nuestra brújula. La literatura no puede ser un producto enlatado; debe ser fuego y hielo compartido.
Sí, la tecnología está aquí para quedarse. Pero no para que nos dome, sino para ser domada, para doblegarla, usarla para inventar nuevas formas de narrar que no se sometan a su lógica de inmediatez. La literatura digital no es un oxímoron; es un campo de batalla o una tabla de ajedrez en espera de nuestra estrategia. Que las pantallas no dicten; que sirvan. Que el lector no pase de largo, sino que se detenga, que sienta el peso de cada palabra como un puñetazo en las tripas.
Ahora, sostenga mi martini estimado lector, que esto va de cortesanas de tres perras y mi proyección para el año 2033. La creación literaria, ese bastión de la rebeldía humana, habrá sido mancillada hasta la ignominia por la tecnología. No se engañen, señoras y señores: la palabra, que fue espada y refugio, yace hoy cual puta exhausta, ultrajada a tope por algoritmos y pantallas. La literatura, arte enriquecedor que nos hacía humanos frente al vacío, se tambalea al borde del precipicio, violentada por la voracidad lujuriosa de lo instantáneo y lo trivial. Pero no todo es ceniza, maldita sea. Entre las grietas de este mundo desalmado, aún palpitan rescoldos de furia y de vida, un rugido que podría, si nos atrevemos, resucitarla. Esto no es un réquiem; es un alarido de ira y una promesa afilada como daga turca.
Ahora imagine el año 2033. La creación literaria humana será una rareza, un lujo para excéntricos. La inteligencia artificial, esa diosa fría, habrá inundado el mundo con textos perfectos pero huecos: novelas sin alma, poemas sin latido. El cerebro humano, atrofiado por años de consumo pasivo, apenas distinguirá entre lo que escribe un ser humano y lo que escupe una aséptica máquina. La literatura, como la conocemos, será un fósil en exhibición, la escritura a mano una práctica ancestral, mientras la sociedad se ahoga en un mar de información sin sentido.
Pero no todo será derrota. En los márgenes, en las sombras, brotará una insurrección. Escritores clandestinos, herederos de Vallejo, Bolaño, Sor Juana y de Rulfo, empuñarán la palabra como un acto de guerra. En las comunidades donde la tecnología no ha terminado de clavar sus garras, la literatura renacerá: cruda, visceral, humana. Será el último reducto de lo que nos hace distintos de las máquinas. En Iberoamérica, donde la resistencia es un arte, la narrativa se alzará como un polvoso estandarte contra la homogeneización. Se tratará de reinventar la palabra en un terreno que ya no es virgen, sino devastado por la tecnología. Piensen en plataformas que premien la densidad sobre la banalidad, en comunidades de lectores que escupan a la cara de los charlatanes digitales, en una educación que no solo enseñe a descifrar letras, sino a desmontar mentiras. No será un regreso al pasado, sino un salto al futuro: un futuro donde la palabra vuelva a ser nuestra.
No se equivoque estimado lector: el colapso de la palabra escrita es nuestro colapso, la crisis de la creación literaria es la crisis de nuestra humanidad. El reflejo de una sociedad que ha preferido la comodidad a la lucha, sin historias que nos den sentido, nos hace náufragos en un océano de ruido. La literatura no está muerta; está en coma, y depende de nosotros sacarla del letargo, recordemos que la historia nos enseña cómo la palabra siempre resurge, cual hierba entre las grietas de un imperio en ruinas. En la era postalgorítmica, la palabra no será un lujo ni un pasatiempo; será un arma, un grito de guerra contra la estupidez y la resignación.
En este mundo de ceros y unos, narrar es un acto de subversión. No es nostalgia lo que propongo, sino rabia. No es resignación, sino lucha. Es gritar que no somos datos, que no somos mercancías, que somos carne y memoria. La literatura es nuestra tabla de salvación, no porque nos devuelva a un ayer perdido, sino porque nos arma para un mañana que aún podemos moldear. Este renacimiento no caerá del cielo, no seamos ilusos. Hay que pelearlo, sudarlo, sangrarlo. Para el escritor y el lector iberoamericano, curtido en la adversidad, esto no es una reflexión tibia: es un desafío. O tomamos la palabra y la hacemos nuestra, o la perdemos para siempre. Y si la perdemos, que el diablo nos lleve, porque habremos perdido también lo que nos hace humanos. La palabra escrita puede volver a ser nuestro escudo y nuestra espada, pero solo si la reclamamos con uñas y dientes. Y cuando lo hagamos, que tiemblen los algoritmos, los mercaderes y los necios, porque entonces, cabrones, volveremos a ser plenamente humanos.
Una cruda reflexión sobre el futuro de la literatura y un terrible pronóstico. Desafortunadamente, leer se ha convertido en algo "viejo", "obtuso". Antaño era algo que causaba risa. Recuerdo mis años de escuela cuando mis compañeros se burlaban de mí por andar por ahí con un libro entre las manos.
Hoy en día la industria ha sido capturada por voces populares que no necesariamente saben escribir y la literatura se transformó en un objeto de consumo, cuando debería ser una herramienta de desarrollo social, cultural, intelectual y espiritual. Una herramienta de pensamiento. Está sucediendo con muchas artes, no solo las letras y es una pena.
Pero creo que, por más que pueda escasear o que los artistas se vean cada día más relegados y luchando contra la marea en un mundo que quiere verlos en silencio, la literatura, así como otras artes, no morirá. Siempre habrá un loco o loca dispuesto a navegar aquellas aguas, por más aterradoras y solitarias que sean. Sigamos escribiendo y creando. Solo nos queda eso.
Excelente artículo, Jose. ¿Y si lo incluimos en el Diario?
Es un texto duro pero hermoso.
Ver lo comercial como enemigo no es la vía. Aferrarse a las maneras tradicionales de decir como si fueran lo único y lo mejor solo creará más distancia y rechazo.
Estamos en una época de crisis, sí, pero también de transición hacia algo nuevo. Es mejor formar parte y ayudar a darle forma que negar de ella. Sucederá de todas formas.
Todas las épocas ha sido difíciles, y en todas los artistas han creado obras valiosas. ¿Por qué no ahora?
Creo que hay que aceptar lo nuevo sin renunciar a lo viejo. Por ejemplo, yo escribo a mano, como recomiendas, pero uso la IA y apps de toma de notas y 2do cerebro.
No obstante, entiendo perfectamente desde donde dices las cosas y me parece muy válido.