Las Dos Muertes de Flor González de Alexia Ortiz
EL CAFÉ DE LAS AUSENCIAS: UN ENCUENTRO CON FLOR GONZÁLEZ
Es casi mediodía. La ciudad de México se respira con ese caos organizado que solo ella sabe conjurar. Caminar por la trascendental avenida Juárez es trastocarla en el tiempo. Desde aquel México de mis recuerdos arrasado por la modernidad urbana e industrial, pasando por el glamour de los hoteles que el tiempo junto con un terremoto, borraron para quedar en la memoria de quienes actualmente envejecen disipándose en sus recuerdos, hasta lo ecléctico actual del siglo XXI.
El edificio de Bellas Artes guarda un refugio, al menos así lo considero desde mi niñez a la vez que me invade la nostalgia al entrar a este intempore café de ambiente art deco. Un lugar donde el mármol con sus vetas y el olor a café recién molido crean una atmósfera casi sagrada. Su terraza, iluminada totalmente por el sol, sin molestias gracias a sus vitrales. Pido la mesa de toda la vida, aquella que mi abuelo, mi padre y yo ocupamos siempre una vez al año desde mis 10 años, -hasta que la muerte compartió dos ristretos con nosotros y mi café se tornó salado- aquella cerca del barandal que me permite apreciar, la Alameda Central y el edificio La Nacional que hoy es un Sears. También el rastro de pintas en el mármol que se alcanza a leer: “Se va a caer, el patriarcado se va a caer”; “Aquí está tu manada”.
Con la nostalgia sonriente ocupo mi lugar al tiempo que pongo sobre la mesa la obra: Las dos muertes de Flor González, escrito por Alexia Ortiz. Una autopublicación cuya lectura templo un tanto como desafío y otro tanto con curiosidad. Mientras el mesero y también barista, un joven con tatuajes de hojas de café en los brazos, asiente con respeto a mi orden de café Sumatra preparado en método chemex. El lugar está casi vacío, a lo sumo 4 mesas ocupadas. La mayoría, gente grande que aun lee el periódico en papel, dos parejas de ejecutivos, una quizá del Banco de México y la otra con imagen desenfadada pero van de trabajo.
Paso para ensimismarme en la obra pero siento que algo no encaja. Esta no es una novela sobre la muerte física; es una interrogación ontológica. ¿Qué define la existencia cuando el cuerpo se desvanece pero el nombre persiste como espectro? Flor González, es una protagonista bifronte, quien encarna esta paradoja mediante una estructura fragmentaria que oscila entre el relato policial y la elegía metafísica, desestabilizando las expectativas genéricas. Alexia Ortiz no escribe; construye dédalos. En Las dos muertes de Flor González, la autora teje una narrativa donde la identidad, la memoria y la fisura entre lo real y lo simbólico se entrelazan con una prosa que corta como un bisturí.
Un elemento único reside en la no-muerte como acto performativo. La primera “muerte” de Flor — un desaparecer social tras un escándalo — opera como metáfora de la cancelación contemporánea, donde el individuo se convierte en fantasma antes de fenecer. Ortiz subvierte la causalidad: no es el cuerpo el que muere, sino la identidad. La segunda muerte, física pero ambigua, se narra mediante testimonios contradictorios, creando un rompecabezas donde la verdad se diluye en perspectivas parciales.
El café llega, no es una elección casual o nostálgica: el Sumatra, con sus notas terrosas y especiadas, es un café que exige atención, cuidado y degustarlo en porcelana fina sin prisa como esta novela que tengo en manos. Pero el viaje requiere un Macaloney’s single cask como segundo compañero para cruzar el umbral.
Alzo la mirada para darme cuenta de que aquí comienza la verdadera aventura ¿Cuántos fantasmas como Flor caminan por la Avenida Juárez en este momento? La autora emplea patrones no correlacionales para enfatizar la dislocación de Flor. Por ejemplo, las descripciones de espacios — una casa abandonada, un hospital, un río — se repiten con variaciones mínimas, sugiriendo universos paralelos donde la protagonista coexiste en múltiples estados. Estos escenarios no progresan hacia una resolución, sino que se superponen como capas de un palimpsesto, reflejando la imposibilidad de fijar una sola versión de los hechos. Del mismo modo, los objetos cotidianos (un reloj detenido, una carta sin firma) aparecen desconectados de su función original, transmutándose en símbolos de un trauma colectivo no resuelto.
El lenguaje de Ortiz puede ser barroco para algunos pero a mí me parece preciso, un código cifrado que le permite al lector descifrarlo con avidez. Metáforas orgánicas (“su nombre crecía como musgo en los muros del pueblo”) y una sintaxis quebrada imitan la descomposición de la identidad. Cada página es un desafío, una invitación a adentrarse en un universo donde hay guiños a las reglas del relato policial tradicional.
El ruido de la calle me distrae, tomo un sorbo de café, tiene buena temperatura que mi Macaloney’s sutilmente incrementa. Mientras, la pregunta central de la novela golpea con fuerza: no es “quién mató a Flor”, sino “qué mató a Flor”, con la inversión del whodunit, un hallazgo sorpresivo. Las respuestas posibles — el machismo, el aislamiento urbano, la hybris de la eternidad digital — se entrelazan sin jerarquía, creando una crítica polifónica a la sociedad contemporánea.
Aquí yace la genialidad de Alexia Ortiz: transformar un relato aparentemente local en un espejo distorsionado de nuestras propias muertes simbólicas. La obra no concluye; se desangra en preguntas, desafiando al lector a confrontar sus propias ausencias. Por momentos sentirá que el libro lo está mirando, exigiendo que se cuestione su propia identidad, sus propias muertes.
Son las tres de la tarde, cierro el libro para observar la Alameda Central. El sol aún ilumina la mesa, mis fieles compañeros de viaje literario me han dejado un retrogusto intenso y exquisito al hacer su magia. Las dos muertes de Flor González, al parecer, no es otra obra literaria más, es un desafío, una caja que contiene más preguntas que respuestas. Para el lector será un rompecabezas o bien, será un espejo que refleja las fracturas propias y las de una sociedad obsesa que aún no evoluciona ni envejece bien.
Es momento de regresar, la Avenida Juárez y la ciudad siguen su ritmo implacable, cruzar el umbral de una novela no te deja ileso. Cuidado: que esta novela no es un escape; es un espejo. A veces lo que vemos reflejado no es lo que esperábamos encontrar. Si quieres una novela que te haga sentir cómodo, este no es tu libro. Ahora, si te atreves a enfrentar tus propias ausencias, si estás dispuesto a cuestionar qué define tu existencia en un mundo que cancela y olvida con facilidad, entonces Las dos muertes de Flor González es para ti. Porque, bien lo sabe la Avenida Juárez como sus edificios, los espejos rotos no solo reflejan, también cortan y a veces, es necesario sangrar para recordar que estamos vivos.
¿Estás listo para mirar?
Lo incluyo en el diario de Substack?
Un relato conmovedor que retrata con sutileza cómo el olvido puede ser más cruel que la muerte.